El otro día probé el de chocolate y hacía buena pinta pero era de esos chocolates que sabe más de azúcar que de cacao. Lo que me molesta especialmente. Hoy coge el cruasán de mantequilla normal –me digo– o empezarás el día pensando que ya lo sabías y que eres burra porque no has recordado que a pesar de hacer buen efecto, ese cruasán de chocolate no vale nada. Sabe mal porque he venido especialmente al horno a buscarlo y, una vez aquí, he recordado que mejor que no. Como ya estoy y estoy protagonizando ese momento que toda persona que trabaja de cara al público debe detestar, el de tener un cliente dubitativo delante, me apresuro a tomar una decisión. Sin embargo, esta vez no hay cola y no noto la presión de saber que el de atrás está esperando. Somos pocos clientes en el local. Acabo desayunando un bocadillo de queso y pan con tomate para que mi madre un bocadillo de queso sin pan con tomate. Y un café solo largo.
Me pasa siempre que intento trabajar en un sitio que no sea mi estudio, que no acabo haciendo nada de provecho porque no sé estar. Como ahora trabajo mayoritariamente desde casa, los golpes que salgo a desayunar fuera o bien porque tengo una reunión o bien porque me concedo el caprichito de hacerlo –lo que hago más a menudo de lo que merezco– trato de aprovechar el viaje y quedarme trabajando en la cafetería en cuestión. Nunca sale bien. Me distrae absolutamente todo lo que ocurre en mi entorno: el hilo musical, los clientes que entran y salen, los que pasan un poco demasiado cerca de mi bolso, etc. Normalmente cuesta encontrar sitio pero hoy que puedo elegir, me pongo junto a la ventana, que la luz es agradable. Cuando ya me he acabado el bocadillo, he leído todo el timeline de Twitter, y del café sólo queda un culo que ha quedado frío hace rato, creo que es momento de asumir que, efectivamente, en las cafeterías nunca hay he trabajado bien, yo. Vuelvo a casa pero –mierda– he perdido toda la mañana.
Tengo cosas en la nevera que si no las cocino pronto se me estropearán y ya me pasó la semana pasada que tuve que tirar un brócoli que me dio pereza cocinar. Sabe mal eso. Y más ahora que cada vez que hago la compra semanal me gasto más dinero que el anterior. Me hago un salteado de verduras y unos huevos revueltos. Tampoco me queda mucha más opción, los supermercados estarán ya cerrados. Dino mirando la gala de Euforia que tenía pendiente porque, como me ocurre con todas las series que miro, siempre pego las modas televisivas tarde. No puedo evitar alucinar con el nivel de los concursantes y alucinar también con que haya costado tanto tiempo hacer un producto tan bien parido en la televisión pública de nuestro país. Era esto, coi, era eso. No acabo de ver la gala entera porque todavía no he empezado a escribir un artículo que tengo pendiente pero que no acabo de encontrar nada que me inspire a hacerlo. Últimamente me pasa esto que procrastino demasiado.
Procrastino demasiado sólo cuando no me convencen mis propias ideas, cuando no tengo claro sobre lo que quiero hablar. He querido almorzar fuera para aprovechar y pasear por Barcelona, para buscar inspiración para hablar de la ciudad, y he acabado cocinando los restos de la despensa en mi piso porque por primera vez en dos años de pandemia he encontrado una Barcelona completamente vacía, donde sólo hay hay las almas que nos permitimos cruzar una mirada cómplice porque sabemos que si estos días nos estamos encontrando por la ciudad significa que no hemos aprovechado y se nos va de vacaciones. Es una sensación agradable, la de quedarse en casa cuando todo el mundo escapa. La ciudad también descansa, de alguna forma. Hablar de Barcelona estos días es hablar de esta calma que puede parecer aburrida porque estamos acostumbrados a vivir en una ciudad que no descansa, donde sabes que siempre habrá algo interesante que hacer, pero que a la vez es reconfortante porque demuestra que aquí se está bien independientemente de la vida social que es capaz de ofrecernos.