Los fans de las series –hablo en general, no sólo de las de política– están divididos en dos bandos. Quienes piensan que Los Soprano es la mejor serie de televisión de la historia. Y quienes defienden que ese honor le corresponde a The Wire. La creación que David Chase estrenó en junio de 2002 tiene un argumento muy potente: la figura omnipresente en los últimos años de ficción televisiva de Tony Soprano, interpretado por el magnífico James Gandolfini. La creación de David Simon se basa en un trasfondo impresionante como es Baltimore. Una ciudad, que pese a estar a poca distancia del Washington político y politizado, es presentada como una realidad llena de conflictos raciales, crimen, corrupción (no sólo política, también sindical y policial), mafiosos, almas vengadoras y ambiciones perdidas. Tal vez un dato pueda decantar la balanza: explica Antonio Lozano en el Cultura de La Vanguardia (7 de noviembre de 2015) que cuando David Simon habla el presidente Obama calla. El compromiso social y político de Simon, y su idea de ficción televisiva como espacio para agitar el debate sobre los males del país, provocaron la convocatoria del guionista en la Casa Blanca para ser consultado sobre cómo enfocar la lucha contra el tráfico de drogas . Este dato podría decantar la balanza hacia The Wire. Sin embargo, también se podría afirmar que existe una tercera vía en torno al debate de cuál es la mejor serie de la historia. Sería aquella que defiende que The Wire es el padre y Los Sopranos la madre.
The Wire irrumpe en la escena televisiva como un producto diferente y al mismo tiempo fascinante. Diferente, porque no es una serie al estilo de las series vistas hasta el momento, a pesar de que su trama gira en torno a muchas cuestiones hasta entonces tratadas. La diferencia es que lo hace a partir de una narrativa más propia de la literatura que del cine o la televisión. Y fascinante, porque despliega un universo muy particular, de un realismo brutal, en torno a un universo urbano que trata de imitar la novela moderna en cuanto a planteamientos corales en cuanto a situaciones y personajes. Y esa singularidad y esa fascinación no se entiende si no se tiene en cuenta que The Wire es una serie detrás de la que se encuentran escritores. Ellos son los creadores y productores. Los escritores construyen el relato, trazan los diálogos, diseñan a los personajes, escogen las escenas. Y lo hacen a través de su experiencia vital.
En la introducción de la obra colectiva The Wire. 10 dosis de la mejor serie de televisión (Errata Nature, 2010), David Simon habla de los primeros capítulos de la serie como los primeros capítulos de una novela de cierta extensión. Simon pone el ejemplo de Moby Dick de Herman Melville. Dice que los primeros capítulos son aquellos que sitúan al espectador en el escenario; pero en ningún caso, los capítulos revelan aspectos esenciales del relato. Al igual que ocurre con Moby Dick, el lector no encuentra en las primeras páginas de la novela ni al capitán Ahab ni siquiera el Pequod. La ballena aparecerá muy avanzada la historia; cuando ésta esté suficientemente madura que soportar su irrupción en el relato. Es que el propio David Simon define a The Wire como una novela visual. Más aún: como una novela visual de cierta extensión. De hecho, éste fue el argumento a partir del cual el principal creador de la serie convenció a un reputado novelista como George Pelecanos porque es sumado al proyecto. Es una novela por televisión, argumentó Simon en Pelecanos. Es un proyecto de escritores, faltaba decir.
La entrada de Pelecanos en el proyecto The Wire no fue la única. Quizás la más sonada. O tal vez ni eso. Porque el proyecto, como se ha dicho, es un proyecto que suma una cantidad inmensa de telente literario. El propio Pelecanos presentaba una inmensa hoja de servicios prestados en la novela negra estadounidense. Pelecanos también era el creador de la saga que pilotaban los detectives Derek Strange y Terry Quinn, además de otras obras suficientemente conocidas como Lo que fué (El Aleph, 2013), Sin retorno (Ediciones B, 2010), El jardinero nocturno ( Ediciones B, 2009) o Revolución en los calles (Zeta Bolsillo, 2009). Pero el territorio por el que se movía la obra del escritor de origen griego no era Baltimore; era Washington. Pero no el Washington político, no el Washington de las noticias con el Captoli como telón de fondo, ni el Washington de los altos funcionarios o de los lobbies de K street; era el Washington urbano. El negro y pobre. El de la working class del distrito de Columbia. O sea: el de los cafés de extrarradio, el de las tiendas de discos de jazz y soul. En definitiva: Washington de los delincuentes, traficantes, camellos y policías transformados en investigadores privados que malviven en las calles de los barrios pobres. O sea: pura materia prima por The Wire.
El ADN de la serie lo aportan el propio David Simon y Ed Burns. Simon había escrito Homicidi. Un año en los calles de la muerte (Principal de los libros, 2010) y, junto con Ed Burns, habían relatado La esquina (Principal de los libros, 2011). Simon y Burns eran escritores de procedencias muy distintas. El primer periodista de investigación capaz de disgustar a todo el mundo por su empeño en cuestionar el poder en todas sus acepciones y formas. El segundo policía del Departamento de Homicidios que conocía perfectamente las esquinas de la ciudad de Baltimore. Esta unión de talento creó la necesidad de contar una historia -una historia ignorada a conciencia por los medios de comunicación- que acabó transformándose en una magnífica miniserie producida por el HBO: The Corner. Y The Corner fue el preámbulo de lo que vendría después con The Wire. Pero esta última era un proyecto que, sin ser más ambicioso o siendo igual de ambicioso, necesitaba más mano de obra. Requería de una mayor suma de talento.
Richard Price es otro de los escritores consolidados que se sumó al proyecto. Su experiencia en la adaptación del relato negro y policial en la gran pantalla podía ser de gran ayuda. The Wanderers había sido adaptada por Philip Kaufman en 1979 y Clockers había sido trasladada al cine por Spike Lee (con guión del propio Price) en 1995. Además, Price era el autor de novelas que enseguida habían convertido en clásicos de la literatura criminal: La vida fácil (Mondadori, 2010) y Los impunes (Mondadori, 2016) eran dos ejemplos recientes. Lo mismo ocurrió con Dennis Lehane. Su campo de batalla literario era el barrio obrero de Dorchester, en Boston. Allí sitúa la trama de sus novelas, muchas de las cuales han sido llevadas al cine. Místico River fue adaptada por Clint Eastwood en 2003, Adiós, pequeña adiós (Gone, baby, gone, 2007) –única novela de la serie Kenzie-Gennaro llevada, hasta ahora, al cine- fue dirigida por Ben Affleck y Shutter Island fue adaptada por Martin Scorsese en 2010.
Los nombres de David Mills, Rafael Alvárez y Bill Zorzi -todos ellos más periodistas que escritores- también son imprescindibles para entender la serie. El guionista David Mills había trabajado antes como periodista por Washington Times, el Wall Street Journal y había terminado en el Washington Post. Del reportaje al guión le llevó el hambre para retratar a las grandes ciudades de Estados Unidos. Y Baltimore era una de ellas. Rafael Álvarez y Bill Zorzi eran compañeros de David Simon en Baltimore Sun. El primero, en su condición de familiar de varias generaciones de trabajadores portuarios, dio vida al personaje de Frank Sobotka (2ª temporada). El segundo, en su condición de comentarista de política estatal y municipal, ayudó a construir la red de clientelismo en torno a la que gira el ayuntamiento de Baltimore (3a temporada).
La presencia de todo este equipo de escritores es vital para el proyecto The Wire. Es a través de la literatura –oa partir de la literatura– cómo se concreta una obra con un realismo tan arrollador. Tan crudo. Directo. Veraz. Un realismo que reclama lenguaje e imagen; de tal forma que cada palabra pronunciada en una conversación callejera, cada plano de detalle visualizado, cuenta una historia dentro de la historia. Una historia –o unas historias- que es fruto directo de la experiencia de los escritores. Los diálogos -de una arquitectura perfecta- trascienden a lo que son por ser una herramienta más al servicio de un bien mayor: explicar el relato a través de las personas, los barrios, la calle. Un realismo literario, escribe Jorge Carrión en la citada obra colectiva, que hace visible la coincidencia del personaje, su interioridad, sus experiencias vitales, su evolución o involución.